martes, 25 de mayo de 2010

Baila quien quiere (y puede querer)

















Por Gustavo Emilio Rosales

No basta con querer hacerlo. Para bailar profesionalmente en México, como en muchas otras naciones, se tiene que contar con apoyo económico que provenga de una fuente distinta del sector artístico. El mecenazgo – de la familia, de amigos, del Estado, de alguna fundación, de algún amor – es una opción. Otra lo es el sacrificio personal. Una más la constituye el establecimiento de un negocio paralelo. Y también hay que contar con la posibilidad de trabajar en actividades subsidiarias de la práctica artística.
Ejemplo del funcionamiento económico en el ejercicio profesional de la danza escénica, dentro del género contemporáneo, es la diversidad de condiciones de supervivencia de los miembros de la compañía independiente Teatro del Cuerpo, que de 1983 a 1994 tuvo actividad determinante en el marco coreográfico nacional.
Las dos principales bailarinas de esta compañía, Rocío Flores Rodríguez y Rosario Armenta Piña, experimentaron realidades antagónicas con respecto al sostén económico que les permitió convertirse en intérpretes que marcaron, por su alto grado de destreza técnica y poética, en obras de excelencia, como Natura Danza, un paradigma de calidad en el imaginario profesional del bailarín de la época. Flores Rodríguez presenta estudios profesionales en agronomía y tuvo la posibilidad de cambiar de ruta académica para dedicarse por entero a la danza. Su familia y esposo la apoyaron incondicionalmente. Hoy es madre de tres hijos, maestra de la Academia Mexicana de la Danza, coreógrafa de sus propios espectáculos (los cuales interpreta como solista) y bailarina invitada de importantes compañías, como Cuerpo Mutable y DramaDanza. Armenta Piña, por el contrario, no contó con el apoyo familiar (por el contrario, desde muy joven tuvo que aportar dinero a su humilde casa) y su sostén económico fue el sacrificio personal, articulado por la implementación independiente de un catálogo de servicios corporales dirigido a comunidades no dancísticas (masajes, clases de danza para principiantes, clases de expresión corporal, terapias), en espacios alquilados, lo que le exigió muchas horas y gran cantidad de energía que hubiera podido dedicar a su formación como intérprete. Pese a este esfuerzo, ante el final de Teatro del Cuerpo, pudo fundar y dirigir una agrupación experimental llamada La Fábrica, integrada por actores y bailarines amateurs, con la que apostó a abolir dogmas preciosistas, manierismos, en la creación coreográfica, declarando que la danza es un bien de todos y se encuentra en todas partes. Ocasionalmente, tras de numerosos cambios en sus filas, este conjunto realiza apariciones en espacios no convencionales y también es el rubro con el que Armenta firma sus coreocomposiciones individuales, marcadas por un fuerte tono autobiográfico.
Una pareja similar, también integrante de Teatro del Cuerpo, es la conformada por Tatiana Zugazagoitia y Graciela Cervantes. La primera viene de una familia acomodada y con tradición artística (su madre es la reconocida actriz Susana Alexander), lo que le permitió cursar muy joven la preparación técnica en la original Royal Academy of Dance y formar su propia compañía en Hawái. Actualmente radica en Mérida, dirige su propio estudio de danza y es coreógrafa de sus propios espectáculos multidisciplinarios, donde también participa como intérprete. En contraste, Cervantes siempre eludió identificarse con el modelo convencional del bailarín: pionera de la interdisciplina, buscó ligar lo coreográfico con lo musical y lo teatral, y lo hizo con fortuna, su obra La noche que cayó la bomba, concebida para su representación en la vía pública, es un hito en la historia de la escena nacional. Orientada por esta vocación hacia lo híbrido, logró obtener recursos presentando brevísimos performances coreográficos en los semáforos de la Ciudad de México, recaudando dinero que los azorados automovilistas (en una urbe todavía poco acostumbrada al ambulantaje semafórico) le brindaban como cooperación voluntaria.
Un caso diferente es el de Gerardo Sánchez, quien participó como intérprete en la etapa inicial del grupo, sin más apoyo económico que su disponibilidad para realizar trabajos diversos en su tiempo libre. Incapaz de observar la disciplina que le demandaba la formación dancística, colaboró con la compañía en labores de producción. Después de algunos años, involucró sus conocimientos artísticos con servicios terapéuticos dedicados a pacientes con parálisis cerebral, actividad que lo condujo a retomar sus aspiraciones artísticas como director de un proyecto escénico que involucra a personas con este tipo de discapacidad.
Así, la trayectoria profesional de diversos integrantes de Teatro del Cuerpo traza las líneas básicas de subsistencia de un bailarín en México: 1) mecenazgos, 2) sacrificio personal, 3) negocios paralelos. Las tareas relacionadas con el tercer punto, en múltiples ocasiones, se relacionan con el campo terapéutico y el didáctico: el bailarín da clases a sus pares, a amateurs, o a niños, o bien brinda algún servicio relacionado con la conciencia y el bienestar corporal, o se integra como terapeuta – formado o no – a alguna institución o emprendimiento independiente.
En la actualidad, salvo en los casos de las únicas compañías coreográficas subsidiarias – la Compañía Nacional de Danza del INBA y el Taller Coreográfico de la UNAM -, donde el bailarín recibe un sueldo por su trabajo, los ejecutantes de la danza escénica en el país no pueden subsistir por medio de su labor profesional: no existen los mecanismos sociales para que esto pueda suceder.

Desamparo laboral y concepto de profesionalización
Nieto de la Ilustración, el concepto de “lo profesional” guarda implicaciones de garantía, expectativas de tipo operativo: de un profesional se espera que posea el dominio técnico de su oficio – solvencia en el manejo de elementos y herramientas, pleno conocimiento de estrategias de diagnóstico y resolución - para brindar servicios, producir bienes o compartir saberes determinados académicamente o artísticamente, con una impronta de excelencia.
Dentro de la lógica de mercado que impera en la organización cultural de las sociedades industrializadas, el concepto de profesionalización ha sido subsumido por la noción de lo que es “efectivo” dentro de la cadena producción-distribución-consumo, que articula el ecosistema mercantil. De tal forma, lo profesional se encasilla dentro de los esquemas de lo utilitario y lo redituable: se torna profesional todo aquello que sirve con eficacia o se puede comercializar con los mayores rendimientos. Este fenómeno provoca que los estándares de calidad que podrían definir lo profesional se dilaten hasta el punto de coincidir con predilecciones inducidas masivamente, diluyéndose con ello los valores de excelencia (elegancia, empleo de materiales de primera línea, coherencia, cuidado en los procesos de producción y transmisión) que en primera instancia podrían haber ayudado a detectar la maestría de oficio del hacedor. Esto es particularmente claro en el sistema de educación pública de México, a escalas primaria y secundaria, donde los contenidos y las estructuras académicas y operativas de cátedra buscan progresivamente la transmisión fácilmente asimilable de saberes, sin el acompañamiento o con un mínimo acompañamiento de procedimientos de investigación, respaldo bibliográfico y sentido crítico. El resultado de este empobrecimiento educativo – determinado por cuestiones políticas – va en detrimento de la educación universitaria, donde es difícil subsanar las carencias básicas de educando. En consecuencia, el perfil académico del profesionista o profesional mexicano suele ser bajo en comparación con los parámetros internacionales.
Dentro del terreno del arte, el concepto de lo profesional entra en crisis, no sólo porque lo definitorio del conocimiento artístico no posee un sentido utilitario (su fundamento es ético: salvaguardar los capitales simbólicos de una cultura), sino también porque su condición se relativiza debido a la naturaleza poética del orden en cuestión, donde no se verifica una tradición de saberes o resultados, sino la propuesta de originalidad que refuta o hace proseguir (aun refutándola) la genealogía estética que le corresponde o que decide inaugurar. En este sentido, la noción del bailarín profesional como el danzante que ha modelado su corporeidad y conciencia corporal en el rigor de una doxa técnica específica (ballet o Graham, por ejemplo) y que debido a esto es capaz de brindar o suscitar una experiencia estética ligada a un canon de belleza socialmente aceptable, no existe más en numerosas corrientes coreográficas de América y Europa, como la No-Danza y la Danza de autor, en las que se busca expresar, por medio de obras o performances en los que intervienen corporeidades indistinguibles de las corporeidades habituales, cuestiones relacionadas con la política y la poética de la imagen del cuerpo: intérpretes que son arquetipos profesionales de su tradición artística, como Sylvie Guillem dentro del universo del ballet, no lo son en poéticas coreográficas no convencionales, como la de Gilles Jobim. En resumen, la categoría de lo profesional dentro del arte debe considerarse, no sin una evaluación crítica al respecto, en la atención a la coherencia poética específica que el oficiante (en este caso, el performer) tiene que cumplir en la ejecución de determinada pieza o experiencia coreográfica.
Dentro de este orden de ideas, es necesario aclarar que los artistas no son profesionales cuando son capaces de vivir de su trabajo, pues muy rara vez lo pueden hacer: en las sociedades industrializadas, que suelen operar bajo regímenes políticos de ultraderecha, las artes no forman parte de la cadena mercantil que sostiene el statu quo del Poder, están al margen de este.
Las problemáticas al respecto de la formación del bailarín en México son, en consecuencia, numerosas y de gran profundidad, repletas de paradojas y problemas secundarios; además, muy difíciles de resolver. Enumero algunas:

1.- El bailarín no posee reconocimiento público como artista. Causas: la pobre presencia pública de la danza escénica; la jerarquía excesiva del coreógrafo como figura principal del hacer coreográfico; la corta duración de este oficio; la evanescencia de la experiencia artística del intérprete.
2.- Casi no hay plazas de trabajo para el bailarín y de haberlas son mínimas, con salarios de miseria y sin prestaciones de ley. Causas: la extinción de colectivos estables; el empobrecimiento cultural de la nación mexicana; la incapacidad del gremio coreográfico para fincar su saber artístico en la Plaza Pública; la incoherencia de nuestras políticas culturales, en las que, se supone, la existencia de unas cuantas becas (pobrísimas, por cierto) sería factor suficiente para subsanar este conflicto.
3.- Por tanto, hay un poderoso desbalance entre el número de bailarines en estado de formación académica y el horizonte laboral específico. Causas: Planeación incoherente de la plataforma académica correspondiente; descuido y mal funcionamiento de la misma; una vez más: el empobrecimiento cultural de la nación mexicana.
Pese a que la pasión por bailar suele ser motivo suficiente para que el bailarín curse una formación académica y viva en penuria económica con tal de sostener su elección laboral, la mayor parte de los bailarines mexicanos no abre con decisión un proyecto artístico propio; por el contrario, los intérpretes suelen aspirar a trabajar en lances articulados por coreógrafos – en ocasiones, su mayor fortuna es estar en dos o tres, al mismo tiempo -, como si su saber artístico no pudiera ser valorado socialmente sin un marco convencional. La trayectoria profesional del bailarín, así, se acorta y permanece en el desamparo: constelada de riesgos de salud y sin el beneficio laboral de una atención médica especializada, destinada al anonimato general, el bailarín en México es un trabajador que vive cotidianamente el drama de encarnar una calidad profesional sumamente especializada (que involucra, todas las horas, de todos los días, a todo su ser) en condiciones de seria marginalidad.
Uno de los puntos centrales del debate social en el México de hoy es la violación oficial y el estancamiento administrativo y político de los derechos de los trabajadores. El bailarín profesional, cuesta decirlo, se encuentra incluso al margen de esta discusión porque, simple y sencillamente, no posee ningún derecho laboral. ¿Es posible imaginar una realidad profesional más ardua que esta?


Foto: Olivier Lepicier - http://www.olivierlepicier.com/